domingo, 13 de junio de 2010

Un instante, cuatro vidas (Sandra del Bosque)

Una vez dentro, buscó sitio. Tuvo suerte.
Miraba distraídamente por la ventana: gente, oscuridad, más gente, más oscuridad... Al girar la cabeza vio a una mujer embarazada. Debía estar de unos ocho meses. ¿Debería cederle el sitio? Quizá.
Al salir de la estación, llamó a un taxi. Medio camino en metro, medio camino en taxi. Cada día para ir al trabajo repetía el proceso. Lo más sorprendente era que nunca se había detenido a pensar por qué lo hacía, simplemente se había acostumbrado a hacerlo. No había ninguna otra razón.
La puerta del vestuario estaba abierta y la luz iluminaba el interior. Odiaba el invierno: frío, la luna presente aún siendo las siete de la mañana, esclavitud horaria... Se cambió con desgana, asqueado y comenzó la jornada.

Una vez dentro, buscó sitio. Tuvo suerte.
Miraba distraídamente por la ventana: gente, oscuridad, más gente, más oscuridad... Al girar la cabeza vio a un hombre con muletas. Parecía cansado y respiraba con dificultad. ¿Debería cederle el sitio? Quizá.
Al salir de la estación, emprendió el camino calle abajo. La monotonía la agobiaba. Cada día para ir al trabajo repetía el proceso. Se veía obligada a ello, si quería seguir manteniendo su ritmo de vida. Recordar que venía de buena familia le arañaba las entrañas. Prefería trabajar a depender. No había ninguna otra razón.
La puerta del vestuario estaba abierta y la luz iluminaba el interior. Odiaba el invierno: frío, la luna presente aún siendo las siete de la mañana, esclavitud horaria... Se cambió con desgana, asqueada y comenzó la jornada.

Una vez dentro, buscó sitio. No tuvo suerte.
Miraba distraídamente los rótulos del vagón: academias de idiomas, estudios de fotografía, estrenos de cine... Al girar la cabeza hacia el frente vio a un hombre joven que la miraba de reojo. Quizá dudaba si cederle o no su asiento. Una barriga de ocho meses imponía mucho.
Al salir de la estación, compró un par de cupones “por si toca”. Andó calle arriba, hacia la clínica sin excesivo entusiasmo. Estaba cansada de tantas revisiones, ¡y a estas horas! Ansiaba que llegara el día en que se viera libre de tanta carga y pudiera dedicarse plenamente al cuidado de su niña, de Siona.
Pensando en esto, recobró el ánimo y aceleró el paso, dentro de sus posibilidades, alegremente. Iba a ser un buen día.

Una vez dentro, buscó sitio. No tuvo suerte.
Miraba distraídamente los rótulos del vagón: estrenos de cine, estudios de fotografía, academias de idiomas... Al girar la cabeza hacia el frente vio a una mujer que le miraba de reojo. Quizá dudaba si cederle o no su asiento. Las muletas la debían turbar.
Al salir de la estación, se sentó en un banco. Estaba agotado. Incluso respiraba con dificultad. Todavía no se había acostumbrado a su nueva situación. En su consciencia se repetía “¿por qué a mí?”. “¿Por qué tuve que pagar yo las imprudencias de los demás?”. Habían sido unos meses muy duros: pruebas, operaciones, curas... Y, finalmente ¡la gran noticia!
Se levantó resoplando. Aún tenía camino que recorrer.

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